no hemos reconocido al Anticristo.

Efectivamente, somos más bien «cegados» que «ciegos». No reconocemos al Anticristo, porque se nos presenta con el ropaje del pequeño burgués, con el ropaje del pequeño burgués de cada país. Según la idea legendaria que teníamos de él, debería haber venido con arreos infernales, con los atributos que nos cuenta la tradición: cuernos, cola y pata renca, con el hedor de la pez y el azufre, con todo el aparato teatral que nuestra fantasía infantil requiere de un ser de su especie y procedencia. El hombre no quiere imaginar que puede sucumbir por obra de otro ser igual, similar o equivalente a él. Nuestro amor propio exige cierto ceremonial en la hora de nuestra muerte definitiva. Pero el Anticristo intenta estafarnos. Ha llegado con el traje cotidiano del pequeño burgués, equipado incluso con todos los atributos del temor a Dios propios del pequeño burgués, con su piedad bajuna, con su vulgar avaricia de apariencia inocua y su espléndido amor, de talante incluso noble, hacia determinados ideales de la humanidad, como, por ejemplo, la fidelidad hasta la muerte, el amor a la patria, la disposición heroica para el sacrificio en bien de todos, la castidad y la virtud, la veneración hacia el legado de nuestros padres y del pasado, la confianza en el futuro, el respeto ante cualquier repertorio de frases de las que el europeo corriente acostumbra y hasta se ve obligado a vivir. El Anticristo acaba de venir al mundo en medio de esta mascarada aparentemente inocua. Habíamos esperado desde hace siglos que hiciera una entrada grandiosa y teatral. Pero, ahora que ha llegado no como un destructor envuelto en un hedor
a azufre, sino como alguien piadoso, acompañado a veces de un aroma a incienso, ahora que se santigua al tiempo que hace el saludo militar, reza padrenuestros y juega en la bolsa, elogia la virtud humana (degradada en «burguesa») para destruirla, pretende defender la cultura europea con las armas con que la aniquila, promete honrar el pasado y pronostica un futuro (porque sabe que tras él no habrá ya ninguno), asegura que ayudará a salvar la humanidad y el humanitarismo y, al mismo tiempo, liquida a los hombres, como si su lengua engañosa no supiera lo que perpetra su mano asesina.

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